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Una lámpara en la pared

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El Candil Pedregalero – Año II – N° 82

A los que quieren volar lejos.

En una oportunidad entrando con mi carro en el garaje de mi casa, vi que un pajarito salió de una lámpara exterior que estaba adosada a una de las paredes del estacionamiento descubierto; sin perder tiempo me subí al capó del vehículo para ver qué había en su interior. Mis sospechas fueron confirmadas: el laborioso y simpático animalito estaba tejiendo un nido con unas ramitas a medio torcer entre paredes de plástico y por techo un bombillo roto.

“¡Un nido!”, me dije emocionado. Después de unos días repetí la misma operación, esta vez las pajitas formaban unas rueditas entrelazadas y confundidas unas con otras y en su concavidad había dos huevitos blanquitos cuidadosamente colocados uno al lado del otro.

Cada vez que yo entraba al estacionamiento hacía una visita obligada al pajarito. Un día me dio mucha alegría ver a los pichoncitos recién nacidos; les tocaba el piquito con un palito y ellos abrían la boca tan grande que casi les cabía todo su cuerpo y se acurrucaban hasta el fondo del nido sin quitarme la mirada.

Por muchos días los seguí visitando, acompañándolos en su crecimiento… ¡era algo grandioso y maravilloso!, vi cómo abrían sus ojitos y sus cuerpecitos se cubrían de plumitas. Al paso del tiempo los veía saltando de la lámpara-nido al carro, y de éste a la pared de enfrente, luego retornaban por el mismo camino hasta llegar a su guarida en espera del calor y alimento de la madre.

¡Claro, siempre dejaban su marca en el techo del carro!, me tocaba limpiarlo todos los días. Era una escena familiar, me hizo retornar a los días de mi infancia, pues para los que fuimos niños hace unos cuarenta-cincuenta años, un nido no es cualquier cosa.

¡Cuántas veces los visitamos y agarramos!, en unas oportunidades era para cuidarlos nosotros mismos, otras para venderlos y otras para jugar con ellos… recuerdo los bolsillos de mis pantalones cortos y anchos llenos de pichoncitos.

Hoy, los nidos de los pajaritos no los llevo en los bolsillos sino dentro de mi corazón. Cuando yo tenía más o menos doce años, me acuerdo de que capturé a más de cincuenta turpiales para venderlos; no vendí ninguno porque eran cimarrones y nadie los compraba porque se morían de rabia; otra vez descubrí a unos en su nido, pero no los agarré porque quería a la familia completa, pero alguien se adelantó y se los llevó: me quedé sin nada. Todavía sigo repitiendo la misma actitud, muchas veces me quedo sin nada por “agayúo”, por querer todo completo… no hay esperanzas.

¡Bueno!, volvamos a los pichones de la lámpara. Un día cualquiera me asomé al nido y los pichoncitos se habían ido, los busqué por el jardín y miré la parra en donde ellos solían comer y retozar, pero ya no estaban… se fueron, no los vi más. No me di cuenta de cuándo partieron, pero lo hicieron. ¿Qué sucedió? Posiblemente estarían los cuatro en la pared de enfrente: los dos pichones, mamá pajarita y papá pajarito.

Uno de los hijos volaría lejos hacia la derecha, el otro también… ¡lejos! Hacia el norte. Después de unos segundos los padres seguirían otro camino… ¡lejos! Durante un tiempo los esperé, con frecuencia me asomaba al nido… nada, había volado lejos para siempre, cada uno volando su propio vuelo por su lado y dejando atrás un lecho lleno de paja seca “como senda que nunca se ha de volver a pisar”. El nido quedó solo y vacío, ahí quedó.

– ¿Qué queda en un nido vacío?

– Paja…? – No.

– Soledad? – No.

¡Recuerdos! – No, lo que queda es mierda… mierda de pájaros; sí, en un nido vacío y abandonado hay pura mierda. Los pájaros volaron y la dejaron allí… seca.

Vamos a suponer que papá palomo o mamá paloma hubiese pensado y actuado así: “Yo no quiero que mis hijos vuelen porque el volar, es muy alto y riesgoso, yo me encargaré de ellos”. Entonces, la madre cubre a sus hijos con sus alas grandes y les corta sus litas para que no vuelen nunca. ¿Qué hubiera pasado? Seguramente los tres estarían todavía en el nido cubiertos de paja y de mierda seca.

Un día mamá paloma volaría rumbo al nido en donde sus hijos, sin alas, esperarían su alimento y la honda de algún niño travieso y juguetón le cegaría la vida con una piedra. Los pajaritos, que con el tiempo ya no serán tan pichoncitos, llenos de hambre, frío y miedo intentarán lanzarse a un vuelo que les fue cortado: el vacío de la vida los esperará en una tierra dura y se estrellarán contra un mundo para el cual nunca fueron entrenados.

Porque la vida sin aprendizaje no es un salto ni un vuelo, sino un abismo. Así son los padres que no dejan que sus hijos vuelen en su propio cielo. Si los hijos no se independizan a tiempo se llenan de resentimiento, y del resentimiento al odio sólo hay un paso.

Un hogar no es para llenarse de hijos que permanezcan en él, sino para formar y desplegar alas que suban a las alturas. Y no me refiero sólo a un quedarse físico ni a un “irse de la casa”, porque dejar un lugar en donde uno no quiere estar no es la libertad completa sino una pequeña parte de ella. La libertad, más que responder a las preguntas “¿dónde?”, “¿cuándo?”, y ”¿con quién?”, es contestar al interrogatorio “¿cómo?”; no se trata de decir ”en dónde”, ni ”cuándo”, ni ”con quién voy a vivir”. La libertad es algo más profundo, es preguntase con sinceridad “¿cómo me quedo?” o “¿cómo me voy?”.

El que no deja “casa-nido” a tiempo no crecerá humanamente, no estará maduro para el vuelo; y no se trata de abandonar a la familia, sino de dejarla.

Conozco a muchas personas que nunca han dejado a su familia y la tienen abandonada. El dejar tiene que ver con la independencia física y el abandono con la falta de amor. El verdadero problema no es “en dónde”, ni “con quién” tienes el cuerpo sino “cómo” tienes aprisionado tu espíritu, tus decisiones, tu vida.

No se trata de conquistar la independencia externa sino la libertad interior.

NOTA: Publicado con autorización de su autor

Coro – Capital del Estado Falcón – Venezuela

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