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Los banquitos – Simón Petit Arévalo

Por Simón Petit Arévalo

El candil pedregalero-Los banquitos-Simón Petit Arévalo

Los muchachos nos paseábamos, ya bañados y perfumados, en la esquina del gocho Medina, para irnos a los banquitos que estaban en la cuadra siguiente, justo al frente de unas casas vecinas;  algunas de ellas desconchadas en su pintura con la pared desnuda, y otras opacas en su color original por el castigo solar, y el viento fuerte de la ciudad; todas esperando el mes de diciembre (ya cerca), para cambiar su fachada, o el retoque generoso para hacerla ver recién pintada en el nuevo año.

En los banquitos estaban ellas, tan lindas, bañaditas y también perfumadas, esperando que llegara esa tropa de púberos con la turbulencia de feromonas que alborotaban las miradas y generaba pálpitos de pecho y entrepiernas, y que en la penumbra de la noche producían fluidos corporales con los besos y manoseos de esa edad.

Allí estaba Ruiz, el cabezón, enamorado platónicamente de Camila, quien tenía como novio a un foráneo, un invasor de territorio y de las hembras del patio que por derecho son nuestras.

Así lo pensábamos el resto del grupo. Y nos solidarizábamos con Ruiz porque a escondidas lloraba su infortunio de no ser amado por Camila, que estaba buenísima y que nadie enamoraba porque siempre respetamos que sería para Ruiz.

Pero un día llegó Camila, con ese tipo que era mayor que ella y que sabíamos, intuíamos, -olíamos, pues- al lobo acechante, a todas luces,  que representaba. Un  peligro para hacerle la maldad, como se dice en criollo.

Una noche de fiesta, en casa de Camila, todos bailábamos y reíamos lo que en un tiempo se hizo costumbre: cada fin de semana tocaba un bochinche en la casa de alguno del grupo que se encargaría de organizar y el resto de animarlo.

El acuerdo gustó a nuestros padres porque así también no saldríamos del sector y ellos estarían más vigilantes de nuestros pasos.

Sin embargo, esa noche llegó Víctor. Se presentó a la puerta y en ese momento todos nos miramos y nos preguntamos en silencio y con gestos ¿y este qué hace aquí? Yo le vi la cara a Ruiz y bajando su mirada con disgusto y apretando los labios dio media vuelta y se fue a un rincón de la sala. Camila también se sorprendió.

No quería que sus padres vieran al Víctor porque era una relación secreta; aunque sus padres ya sabían lo que estaba pasando. Y Camila mucho menos quería que lo vieran como estaba así de borracho y desafiante ante el ambiente.

Apuró el paso hacia la puerta y tomó por un brazo a Víctor y lo encaminó a la acera de enfrente para conversar. La mamá notó el comportamiento de su hija y le dijo al padre que la buscara y éste subiéndose el pantalón y ajustando más su cinturón salió a la calle.

Todos seguimos bailando cuando de pronto entró Camila llorando y gritando que Víctor y su papá estaban peleando. La música dejó de sonar y nos fuimos a la calle para caerle en cayapa al tal Víctor a quien Ruiz agarró por los brazos desde la espalda mientras éste le gritaba al padre de Camila que ella era de él y que se olvidara de separarlos.

El padre de Camila lo golpeó en la cara y en el forcejeo, Víctor logró zafarse y empezó a pelear con Ruiz quien también le respondió como se esperaba; pero cada grupo tiene su loco que le gusta pelear con todos, y nosotros teníamos a Frank quien empezó a darle manotazos en la espalda a Víctor para que intercambiara ahora con él sus puños.

Mientras tanto, Camila no paraba de llorar y el resto de las muchachas la abrazaban y consolaban sin perder detalles de lo que ocurría con Frank y Víctor. Los botones de las camisas rodaron por el piso como monedas y se escuchaba cada impacto en sus cuerpos como si chocaran dos tablas con un sonido seco y silbante.

Camila lloraba y gritaba que lo dejaran en paz, mientras su mamá la llevaba obligada a su cuarto insultándola y reclamándole su vergüenza del momento. El resto de las muchachas, solidarias con ella, le gritaban a Frank que ya estaba bueno; que la fiesta se acabó, y también la ilusión de Camila de tener un novio mayor que ella que no era su vecino.

Ruiz, el cabezón, no sabía dónde meterse. De alguna manera, el quería ser quien golpeara a Víctor y no Frank. Víctor en medio de su borrachera y como pudo, agarró dos botellas y las partió, quedando en sus manos dos picos de vidrio que brillaban y que descolgaban un líquido, como semejando los dientes y la baba de un animal hambriento de carne y sediento de sangre.

En ese instante nos metimos todos, algunos con piedras y otros con cadenas (no sé de donde salían las cadenas cada vez que peleábamos) y allí fue cuando Víctor nos dio la espalda y no lo volvimos a ver; aunque Camila, sí.

Ella lo siguió viendo a la salida del colegio, en la última esquina de la urbanización, o en el callejón oscuro contiguo a su casa, y ay Camila, ponte pilas Camila, que pim que pum que pam, cuidaíto Camila, con calmita Camila, Ay Camila.

Y un día Camila llegó embarazada y lloraba, y lloraba, y lloraba, y volvía a llorar porque el Víctor no iba a responderle como ya todos sabíamos, menos ella. Entonces, Ruiz, el cabezón, la consoló, y por varios días la visitó y la acompañó al médico, hasta que ella por fin abrió los ojos y decidió darse una oportunidad con Ruiz.

Y ha pasado el tiempo y llegaron más hijos y crecieron y allí están. De cuando en cuando, los muchachos y las muchachas pasan por los banquitos frente a las casas descoloridas de siempre, cada uno por separado, cada oveja con su pareja. Los banquitos ya no están en el sitio; pero todos los recuerdan como testigos de los amores y desamores, como los de Camila y Ruiz, el cabezón.

Solo queda el recuerdo de quienes olorosos a pasión juvenil, alegraban las noches del sector 3 del Banco Obrero, en un estacionamiento ahora oscuro y perdido en su soledad y en el silencio de los vecinos que no salen por estar pendientes de la tv con sus amores de novela.

Punto Fijo-Estado Falcón-Venezuela

29 de junio de 2019

 

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1 comentario en «Los banquitos – Simón Petit Arévalo»

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